1.6.07

EL DÍA QUE MURIÓ PAPÁ (lo que leí ayer)


Sus células se están
apagando como luces.
J.M. Coetzee



Uno
La enfermedad de mi padre era irremediable. Los muchos médicos y los muchos análisis repetían lo mismo: el problema estaba en la sangre. Su esposa dijo lo mismo que mi madre: para saber eso no se necesitan ni médicos ni análisis. Mi madre tomó el asunto con calma, a fin de cuentas tenía ya más de diez años de vivir sin él. A Beatriz, su esposa, le tomó un poco más de tiempo. Pero después de unos días de soportar sus quejas, sus demandas, sus histerias de hombre enfermo, se hizo a la idea.

Dos
Yo estaba en Arizona cuando todo esto ocurrió. Trabajaba en un café por las tardes; por las noches, escribía. Tenía años aquí y sin embargo no conocía a nadie y nadie me conocía. El incógnito era lo mejor. Amelia me avisó. “Tienes que venir”, dijo. “Está muy grave, lo veo muy mal”. Unos días después, Guillermo me llamaba para decirme lo mismo, yo tenía que estar allá para ayudarlos con los cuidados de papá, ellos no podían dejar sus empleos y sus vidas. Supongo que trabajar en un café y escribir por las noches no contaba como un empleo, menos como una vida. Asumieron que yo podía prescindir de lo mío, ellos no.

Esa noche, mientras organizaba mis cosas, no dejaba de pensar en lo mucho que me hubiera gustado meter en la maleta el valor que había desarrollado en los últimos años. Pero sabía, perfectamente, que bastaría sacarlo para que mi padre, lo fulminara.


Tres
Mi padre, como su enfermedad, era irremediable. Intransigente en sus decisiones, castrante en sus opiniones. Sólo la exageración lo describe. Para él, sus hijos éramos decepcionantes y sus mujeres, ingratas. Las pocas palabras que pronunciaba para o por nosotros eran, cuando mucho, manchas en el silencio. Nosotros, entre más nulos, más aceptables.

Pero ahora él estaba en un hospital y su presencia, era nula.

Cuatro
El hombre fuerte, invencible, el hombre que acababa con los sueños de los demás, estaba débil. Mi padre: reducido a un cuerpo pequeño bajo una sábana blanca. Balbuceaba apenas. La palabra se resistía. El tiempo se le había venido encima. Primero un dolor, después un desmayo y de pronto estaba viejo y encamado. Parece increíble que nadie le hubiera dicho que esto pasaría. Mi padre estaba vencido.

Al principio no estuve seguro de que me hubiera reconocido. Dejé mi chaqueta sobre la silla y reacomodé un poco su habitación: agua fresca, cortinas abiertas, ventana cerrada. Organicé el campo de batalla de sus sábanas. Luego, me senté a su lado y en cuanto lo hice, su presencia me azotó.

Cinco
Quizá alguno de mis hermanos, frente al cuerpo herido de mi padre, pudo hacer el pasado breve y lejano. Yo no, para mí, el pasado estaba aquí, en la habitación de este hospital. Y veía el estado actual de mi padre como una especie de consecuencia. Por supuesto, me estorbaba pensar en términos de culpa y penitencia, de víctima y victimario. ¿Cómo hacerlo? Era vergonzoso. Absurdo. Pero inevitable. La vida de mi padre colgaba de una pared, era el cuadro torcido que nadie se atreve a enderezar por pereza o por la posibilidad de que éste se caiga y rompa el cristal que lo protege. Yo tampoco iba a acomodarlo.

Mi padre comenzó a quejarse del dolor. “Es terrible”, repetía. Se movía de un lado a otro, un movimiento pesado, lento. Adolecía, apretaba los ojos, los puños, como signo exacto del tormento. Uno nunca sabe qué hacer frente al sufrimiento ajeno.

Tuve que borrar mi vida a su lado, guardar las pérdidas y los lamentos. Y luego hice lo que nunca había hecho: tomé su mano. Yo, tomé la mano de mi padre y le dije: “todo va a estar bien”. Él, abrió los ojos, enormes, penetrantes, únicos. ¿La esperanza se había asomado? ¿Es eso una sonrisa? No, papá me miró y papá dijo: “Tú… tú qué sabes, imbécil”, y exhaló.

Seis
El día que murió papá, el médico nos explicó lo que todos sabíamos: El problema estaba en su sangre.

1 comentario:

Juan Arbusto dijo...

increíble