Todo inició con los meñiques. Escribía -o trataba de escribir- la palabra niña y no podía. Se quedaba en ni. Las últimas dos letras no aparecían, trataba de mover uno y otro, derecho y luego izquierdo y nada. Fue sólo -tras un breve pero intenso esfuerzo- que finalmente aparecieron, una y otra letra: la ñ y luego la a; y la escritora fue capaz de terminar el sustantivo que después acompañó por un verbo. Se detuvo -sólo un par de segundos- a mirar con seriedad sus meñiques. "¿Qué les pasa?" preguntó al aire, pero uno -un lector cualquiera- podría pensar que le preguntaba a ellos, a los dedos. Olvidó la situación tal y como olvida darle de comer al perro.
Continuó escribiendo.
Su relato, exigía que ella volviera a escribir la palabra, esa palabra. Titubeó, y en vez de niña, escribió niñña. Y ella -por supuesto- encontró encantadora la repetición de la letra. Las dos pequeñas ondas sobre la ene le ofrecían a la palabra "una dinámica preciosa", le diría después a su amiga. Permaneció un rato viendo la palabra, leyendo la palabra, diciendo la palabra. "¿Cómo se pronunciaría la doble eñe de existir la doble eñe?" anotó en su diario esa noche.
Pasaron unos días antes de que la escritora volviera a su relato. Cuando lo hizo descubrió -triste y dolorosamente- que ya no sólo la eñe y la a se le negaban. Luego, la s, la d, la l, la o... se le negaban. Sus palabras no tenían sentido porque -además- los pulgares también estaban en franca rebelión: la escritora, no podía dar espacios entre una y otra palabra y éstas perdían -cada vez más- el sentido.
Los dedos -sus dedos- mostraban todos la palabra rigidez. Las palmas le hormigueaban, la sangre corría helada por sus venas. Retiró sus manos del teclado como quien saca la charola de hielos del refrigerador. Las volteaba -hacia arriba, hacia abajo- y las observaba como una niña observa una muñeca fea.
"Una muñeca fea", se repetía la escritora infinitamente porque, claro, esa frase ya nunca podría scrbla.
17.1.08
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