4.5.06

EN EL TEMPLO DE MASJID

Finalmente lo hice. El viernes fui a la oración de la tarde en el Templo de Masjid. Me armé de valor y de telas. Busqué la ropa con el recato necesario, cubri mi cabeza y parte de mi rostro. Yo quería entrar libremente y, al mismo tiempo, ser invisible, ser una más. Así que si me puse ropa tan oscura y tan ajena fue porque desde el principio, sabía lo que quería. Me miré en el espejo, me veía bien, cubierta, disfrazada, otra.

Estacioné mi carro lejos para caminar hasta el Templo, desde que salí de mi habitación sabía que tenía que hacerlo, sentir mi paso bajo el peso de la ropa, bajo el peso de la mirada ajena. Dos cuadras después me topé con dos mujeres, vestidas como yo, caminando con sus hijos. Al verlas comprendí que yo estaba caminando mal. Mi paso apurado, mi mirada escrutadora no pertenecía a esas ropas. Comencé a moverme con pasos cortos y mantuve mi mirada alejada de todo y todos. Caminar con estas ropas es como caminar sintiendo vergüenza.

Pero yo no sentía vergüenza.

Sentía un dolor enorme. El alma se me partía en dos. ¿Cómo hizo ella para adaptarse? Caminaba y pensaba en ella, hacía un recuento de su ausencia.

De lejos, el Templo se sostenía enorme sobre la calle. Tuve miedo, no sé a qué pero tuve miedo. Quise descubrirme la cabeza, como si ello me diera fortaleza. No lo hice. Cuando llegué, un grupo de hombres y mujeres estaban ahí. Ellas vestían decorosamente y cubrían su cabeza. Eran estudiantes de primer año de la universidad, por lo que entendí esperaban al maestro, la visita al templo era parte de su clase de historia de las religiones. No lo pensé mucho, de entrar sola e invisible, a entrar con un grupo al cual seguramente explicarían algunas cosas, obviamente opté por lo segundo. Pedí permiso a las alumnas para unirme al grupo, supongo que mi acento, mi solo acento, indicó no sólo que yo no pertenecía a esa tela sino tampoco a su país. Aceptaron.

Finalmente el maestro llegó y del templo salió un hombre, era enorme, con ojos enormes y bigotes enormes, con anillos enormes en sus dedos enormes. Nos saludó “Bismillahi ar Rahman il Rahim”, lo cual significa “En el Nombre de Dios, el Benéfico, el Misericordioso " y rindió su cabeza a nosotros. “Soy el Iman, síguanme por favor", agregó sonriendo. Sin darnos cuenta caminamos divididos en dos grupos: los hombres al frente y nosotras detrás. Nos quitamos los zapatos. Qué frágil se puede sentir uno sin ellos. Una alfombra verde y de múltiples figuras se extendía mostrando la amplitud del templo. Mientras avanzamos, el Iman le explicaba a la gente a nuestro alrededor que éramos estudiantes. Nos miraban como ajenos totalmente a todo. Nos explicó que el grupo se dividiría por completo. A nosotras nos llevaron a la sala de mujeres, del lado opuesto a la entrada. Una especie de biombo nos separó de los varones.

El hombre, pronunció palabras en árabe que yo desconocía. Inició su discurso hablando sobre la ignorancia, la ignorancia del hombre, la ignorancia de la civilización y cómo ésta se combate con el conocimiento. “Combate”, curiosa elección de palabra, pensé. “Cuando Nuestro señor, misericordioso y poderoso, quiere a alguien le da el conocimiento de su libro sagrado. Nuestro señor, misericordioso y benéfico, guía a quien quiere y descarría a quien le place, por ello El profeta puso a nuestra disposición el conocimiento de nuestro Libro Sagrado para salir de la oscuridad". Su sermón continúa con la persuasión y la modulación necesarios, cubierto de una sinceridad que no reconozco ni sentí plena. Utiliza palabras como coraje, valor, entrega, virtuosidad.

Un grupo de mujeres estuvo al frente de nosotras y nos indicaron que hiciéramos lo mismo que ellas, así supimos cuando bajar la cabeza, cuando arrodillarnos, cuando callar. Cuando menos pensé, la ceremonia había terminado. Al final, las mujeres nos abrazaron. Sentí ganas de preguntarles muchas cosas, pedirles que me contaran de su vida. Trato de ver hacia el lado donde están los hombres, el Iman les habla muy de cerca, los estudiantes y el maestro asienten de vez en cuando. Mientras nosotras recibimos abrazos, ellos reciben conocimiento, el conocimiento ese del que se hablaba en el sermón. Abandoné el lugar antes que nadie.

Cuando volví a mi carro tenía las mismas preguntas de siempre pero ni un solo deseo de pensar. Me apoyé en el volante. Descubrí mi cabeza y, por supuesto, rompí en llanto.

1 comentario:

Claudia Salcedo dijo...

Tengo que decir que esta historia me gusta y mucho, ya habías escrito de esto por aquí antes ¿no?

quisiera comentar que es una historia atractiva, que atrapa. Sin embargo, y quizá por deformación profesional (soy antropologa sabes) me parece que es una mirada ajena, desde afuera y tal vez tiene que ver con las caracteristicas del personaje.
Y ya que me tome el atrevimiento de andar de metiche opinando, me encantaría que este personaje u otro de la historia pudiera darnos una mirada desde adentro, lo que sienten esas mujeres que abrazan, lo que ven de ese mundo que tanto crítica su forma de vida, que las quiere salvar. ¿quieren ser salvadas? ¿de lo mismo que quieren los otros salvarlas?

Bueno, bueno...es tu historia y tu tienes muy bien estructurado lo que quieres decir, yo sólo pasaba por aquí y se me ocurrió que tal vez...
En fin, disfruto mucho pasar por aquí y espero que toda vaya bien con tus historias y con el de siete

Saludos