30.3.06

FUNESTO

El perro de la casa ha muerto.
Pasó el fin de semana enfermo. Mi madre, como siempre, le ofreció medicinas y cuidados. Nosotros, como siempre, cuando mucho preguntamos un poco sobre él. El Timoteo era el perro de mi hijo. Viene de una larga descendencia que comienza con mi perro, El Bebé a quien recientemente hubo que mandar a dormir a causa de sus tumores y a quien en definitiva olvidé cuando yo misma tuve mi bebé.

El Timo era el bebé de mi bebé. El gusto que le daba llegar de la escuela y verlo. El gusto que le daba al perro oír el motor del carro y verlo. El gusto que daba verlos. ¿Hay algo más tierno que la convivencia de nuestros hijos con sus perros?

El perro de la casa enfermó y no hubo remedio.
A las cuatro de la mañana mi madre despertó a ver cómo estaba, a meterlo a la cocina por el frío y él ya había muerto. Estaba en el patio, solito, arropado con una vieja bata mía. Y ella fue al patio, solita, arropada apenas con su piyama. Encontrar al perro muerto debe haber significado muchas cosas al mismo tiempo. La suma de momentos. Nuestros momentos con nuestros perros. Qué cabrón cuando eso también se nos va.

Lo acomodó en una cajita. Y se fue a dormir.

A las seis, antes de que despertara mi hijo - que pasaba la noche ahí- fue por El Timo, a enterrarlo a algún lugar. Sola, otra vez.

Mi hijo no sabe que el perro de la casa ha muerto.
Él piensa que se fue, que se salió. Mantendremos las cosas así hasta que de pronto, la verdad de la muerte, del perro, de la gente, del tiempo, sea algo inevitable.

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