Son las seis treintayalgo de la mañana. Las únicas en la oficina somos Doña Rosario y yo. Yo estoy tecleando algo para mis alumnos. Ella, trapea. Entre tanto y tanto me pregunta cómo sigo y me insiste que vaya con su quiropráctico.
Entonces, entra un hombre (¿es profesor? , ¿es alumno?, cuando vienen de traje una no sabe). Saluda y se dirige a Doña Rosario y le dice, "buen día Doña Rosario, aquí dando guerra otra vez..." y le pide algo que no alcanzo a escuchar. Pero sí alcanzo a oír la respuesta de la mujer que más años -y experiencia- tiene en este lugar: "eso es lo bueno, dar guerra, uno debe dar guerra, no dejarse caer, darle y darle... ¿no maestra?" y se dirige a mí. Yo, claro, le digo que sí, que hay que dar guerra, que hay que dar guerra. (Y lo digo con un collarín gigante que de pronto se vuelve casco de futbol dispuesto a cuidarme y no dejarme caer para dar guerra).
10.4.08
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