El tiempo lo está royendo,
está devorando una a una las células que lo componen.
Sus células se están apagando como luces.
J.M. Coetzee
Uno
La enfermedad de mi padre era irremediable. Los muchos médicos y los muchos análisis repetían lo mismo: el problema estaba en la sangre. Su esposa dijo lo mismo que mi madre: para saber eso no se necesitan ni médicos ni análisis. Mi madre tomó el asunto con calma. A Beatriz, su esposa, le tomó un poco más de tiempo. Pero después de unos días de soportar sus quejas, sus demandas, sus histerias de hombre enfermo no hizo sino hacerse a la idea.
No fue lo mismo conmigo y con mis hermanos. Éramos los únicos consternados.
Dos
Yo estaba en Tampico cuando todo esto ocurrió. Trabajaba en un café por las tardes; por las noches, escribía. Tenía años aquí y sin embargo no conocía a nadie y nadie me conocía. El incógnito era lo que mejor me venía. Amelia me avisó. “Tienes que venir”, me repetía. “Está muy grave, yo lo veo muy mal. Debemos estar juntos en esto”. Una hora más tarde, Guillermo me llamaba para decirme lo mismo, yo tenía que estar allá para ayudarlos con los cuidados de papá porque ellos no podían dejar sus empleos. Supongo que trabajar en un café y escribir por las noches no contaba como un empleo, como una vida. Así que asumieron que yo podía prescindir de lo mío, ellos no. Ellos tenían trabajos serios y no podían darse el lujo de pasar el día en el hospital
Esa noche, mientras organizaba mis cosas, no dejaba de pensar en lo mucho que me hubiera gustado meter en la maleta el valor que había desarrollado en los últimos años. Pero sabía, perfectamente, que bastaría sacarlo de la maleta para que mi padre, lo fulminara.
Tres
Mi padre, como su enfermedad, era irremediable. Era intransigente en sus decisiones, castrante en sus opiniones. Sólo la exageración hace clara su descripción. Para él, en corto, sus hijos éramos decepcionantes y sus mujeres, no muy lejanas a lo mismo. Las pocas palabras que papá pronunciaba para o por nosotros eran, cuando mucho, manchas sobre nuestra existencia. Nosotros, entre más nulos, más aceptables.
Pero ahora él estaba en un hospital y su presencia, nula.
Cuatro
El hombre fuerte, invencible, el hombre que acababa con los sueños de quienes le rodeaban, era débil. Mi padre estaba reducido a un cuerpo pequeño bajo una sábana blanca. Balbuceaba apenas. Las palabras se resistían a sus labios. El tiempo se le había venido encima. Primero un dolor, después quizás un desmayo y de pronto mi padre estaba viejo y encamado. Parece increíble que nadie le hubiera dicho que esto pasaría. Mi padre estaba vencido. La imagen era agobiante. Me aseguré de que tuviera agua fresca, de que las cortinas estuvieran abiertas y la ventana cerrada, reacomodé el campo de batalla que parecían sus sábanas. Luego me senté a su lado. En cuanto lo hice, su presencia me azotó.
Yo estaba ahí para cuidarlo, para acompañarlo, incluso quizás también para sentir lástima, pero de eso último fui incapaz. Hubiera deseado, con todas mis fuerzas, sentir algo, amarlo un poco de nuevo. A fin de cuentas, ¿qué le queda a uno sino comprender los errores de sus padres? Pero fui incapaz. Yo decidí no comprender nada.
Cinco
Quizá alguno de mis hermanos, frente al cuerpo herido de mi padre, pudo hacer del pasado algo breve y lejano. Yo no, para mí, el pasado estaba aquí. Y veía el estado actual de mi padre como una especie de consecuencia. Por supuesto, me estorbaba pensar en términos de culpa y penitencia, de víctima y victimario. ¿Cómo hacerlo? Era vergonzoso. Absurdo. Pero lastimosamente inevitable. La vida de mi padre colgaba de una pared, era el cuadro torcido que nadie se atreve a enderezar por pereza o por la posibilidad de que éste se caiga y rompa el cristal que lo protege. Yo tampoco iba a acomodarlo.
Mi padre comenzó a quejarse del dolor. “Es terrible”, repetía. Se movía de un lado a otro, pero con un movimiento pesado, lento. Adolecía, apretaba los ojos como señal, apretaba los puños como signo exacto del tormento. Uno nunca sabe qué hacer frente al sufrimiento ajeno.
No sé cómo, pero logré con gran esfuerzo hacer a un lado mi vida a su lado, mi vida rodeada de pérdidas y lamentos. Hice lo que nunca había hecho: tomé su mano. Tomé la mano de mi padre y suavemente le dije: “todo va a estar bien”. Mi padre, abrió los ojos, los abrió enormes y penetrantes. Pensé por unos segundos que de algún modo mis palabras lo habían aliviado. Pero no, papá me miró, me miró y me dijo implacable: “Tú… tú qué sabes, imbécil”, y exhaló.
Seis
El día que murió papá, el médico nos explicó lo que todos sabíamos: El problema estaba en su sangre.
6.6.06
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