En Hermosillo nunca pasa nada. Nada raro, es decir. Aquí todo es absolutamente normal. Las muchachas todas tienen mechas rubias y uñas acrílicas decoradas. Los hombres se dividen en dos, los que usan Abercrombie y los que no. Los de botas y los de tenis. La gente compra el periódico en la mañana y lee Sociales. Solamente. La gente maneja en la mañana escuchando los mismos programas de radio que el carro de al lado.
En eso iba pensando hoy hasta que vi la escena más curiosa. Un carro iba frente a mí, una especie de camioneta tracker. Una mujer manejaba, era toda lentes peinado hacia atrás sudadera gris y rostro de recién levantada. Le hablaba a algo en el asiento trasero. La mujer manoteaba. Yo sabía de qué se trataba: un hijo pequeño desobedecía. No ponerse el cinturón, ir acostado hasta llegar a la escuela. Y de pronto no, de pronto él no era un niño y ella no era una mamá. Se posó verde en el borde del asiento trasero, a la vista de todos los que manejábamos cerca, un perico. De cuando en cuando abría sus alas, quiero pensar que cuando la mujer le gritaba y le manoteaba.
Estábamos en el bulevar Rodríguez el bulevar más bulevar de esta ciudad. Donde nunca pasa nada. Y una mujer alegaba y trataba de convencer de algo a su perico. Yo, por supuesto, aceleré. Quise acercarme un poco más al carro, quería ver a la mujer, quería entender la situación. Ella toda lentes peinado hacia atrás sudadera gris y rostro de madre preocupada. Le hablaba al perico en el asiento trasero. La mujer manoteaba. Yo sabía de qué se trataba: un perico, lo más parecido a un hijo pequeño, desobedecía. No meterse en su jaula, ir observando la ciudad hasta llegar a donde tuvieran que llegar. Se posaba verde en el borde del asiento trasero y todos los que manejábamos cerca éramos su vista.
De cuando en cuando abría las alas.
2.2.07
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