La mía no se llama Matilda. La mía no estuvo en un hospital psiquiátrico. La mía no puede ser fotografiada. Pero la mía también se entregó a algo que no comprendo del todo. La mía se llamó Patricia, luego Hatiςe y ahora, Aisha. La mía se marchó a un país y a una religión milenaria. La mía, pues, es otra historia. Y sin embargo asumo que viene de algo similar: de esa manía de querer hurgar en el dolor. De hablar de lo que es incómodo.
Y lo que ronda ahora mi mente como resultado de la escritura – ¿de qué otra cosa? – es cómo hace una que ha escrito cosas tan ligeritas e incoloras para pisar estos terrenos, para abrir estas heridas y lidiar con ellas a puño y letra, Dígame, ¿cómo sea hace para escribir de lo que se escribe?
No, no tengo claro por qué en medio de la noche, en medio de una habitación tibia, en medio de un mes frío, me ha dado por escribirle a usted. He sido, para variar, presa de las palabras. ¿Del instinto?
Le decía. La mía no se llama Matilda pero se parece tanto a ella. A su encierro, a su silencio. Mi personaje vive el encierro y el silencio. No voy a sacarla de ahí. Y es que escribir no es para eso, me va a decir usted, ¿verdad?
9.1.07
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