Ayer, en nuestra ciudad, llovió a cántaros. La familia que componemos mi hijo y yo (qué suave se oye eso de componemos) estaba en casita, levantando el tapete, sacando el agua bajo la puerta, cerrando ventanas y abriendo persianas. Riendo.
Y en eso, los dulces golpeteos. Granizo. Recordé que mi hijo nunca ha visto el granizo, recordé cuando yo conocí el granizo, esa tarde que por vez primera mi mamá me permitió salir a mojarme bajo la lluvia y sentir el granizo en mi espalda, en mis manos. ¿Cómo no hacerlo? Le dije al de cinco: ¿por qué no sales a mojarte en la lluvia? Él me miró con ese asombro del que sólo son capaces los niños, ¿de veras? ¿me das permiso? De veras que hay cosas que los hijos nunca esperan de los padres.
El pequeño fue feliz, su paraguas, su vasito para recoger granizos, su sonrisa grande y bella. Las preguntas no se hicieron esperar (debo comprar una enciclopedia). Estuvimos un rato afuera. La calle se inundaba, los vecinos preocupados y nosotros, los de la casa 7, disfrutando de las gotas de lluvia que caían en nuestras cabezas.
Nos metimos a casa empapados, trapeamos por enésima vez el piso, nos servimos dos vasos de coca-cola (gran pecado) y nos sentamos en el sillón de la sala a observar el transcurrir del agua. Ayer en nuestra ciudad, llovió y observé la lluvia con mi familia compuesta por dos.
24.8.04
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