Ayer por la tarde estaba yo en casita, terminando mi tarea (¿cuánto hace que no escuchan a alguien adulto hablar de su tarea?) cuando sonó el teléfono. Al otro lado de la línea el emisor me preguntó: Que si cómo estaba, qué si qué le había pasado a mi carro (sí, mi carro volvió a fallar), que si cómo le había hecho, que si confiaba en ese mecánico, que entendía que no tuve de momento otra opción, que si qué estaba haciendo, que si ya merito terminaba, que si quería ir con él a repartir invitaciones por toda la ciudad, que luego me invitaba un jugo y un yogurt ahí donde me gustan...
Mis respuestas fluctuaron entre el bien, la batería, el carro de mi mamá, más o menos, que no tuve otra opción, la tarea, sí-ya-merito, ¿invitaciones de qué?, juega, qué rico...
Por lo tanto me quité mi traje de profesora y me puse el de mensajera. A las siete llegó el susodicho por mí y nos lanzamos en la repartición de invitaciones. Esta era una labor que aparentaba ser sencilla. Al final de la noche nos dimos cuenta de que en efecto sólo aparentaba porque ¿saben ustedes cuántas casas no tienen la cortesía de tener su número frente a ella? ¿cuántas calles no tienen la decencia de tener un letrero con su nombre? ¿saben ustedes cuántas personas tampoco tienen la remota idea de cómo llegar a tal o cual calle, a tal o cual colonia?
Descubrimos colonias, gente amable (tan pero tan amable) y gente gritona (tan pero tan gritona). Descubrimos que en el Palo Verde hay más expendios que Farmacias y que en la Modelo hay más farmacias que expendios. Que la numeración es a veces realizadas por ingenieros disléxicos o surrealistas y que a muchas, muchas calles, las definen los baches, las piedras, los animales muertos, la basura y en general el olvido.
Al final, casi a las doce de la noche. Decidí que en definitiva yo no nací para ser mensajera. Al menos no mensajera en Hermosillo...
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