Le dicen la Ciudad del Sol. Lindo modo de llamar a un lugar donde siempre hace un pinche calorón. Lindo modo de llamar a un lugar donde odias a todo, todo, el que (o lo que) se te ponga enfrente entre las 12 y las 5 de la tarde.
Es una ciudad ombligo. Enmedio del estado. Entre el mar y la frontera, entre el mar y la montaña, entre azul y buenas días. No sé si es la playa, la frontera, el azul, los buenos días o el ombligo, pero todo mundo, todo, quiere estar aquí:virus de meningitis o conjuntivitis, gringos, defeños, oaxaqueños, panameños, cubanos, chicanos, huracanes, tormentas; tormentas que se convierten en huracanes o huracanes que se convierten en tormentas.
Y la Ciudad del Sol se pone nerviosa.
Porque la visitan, de muy mal modo, huracanes y tormentas que quieren llevarse el verano que nomás no quiere irse (no entiende que las visitas a los tres meses nos apestan). Y el verano se aferra, clava sus uñitas en los límites de la ciudad y no se va, no se va.
No se quiere ir.
Qué difícil es entender el amor que siente por nosotros ese sol y ese calor suyo que abraza y broncea nuestros brazos, rostros y piernas cada día. Qué difícil es comprender su abrazo cálido, cálido, cálido.
Me doy cuenta de que cuando no sabemos amar o recibir amor lo más fácil es mentar la madre. Y así, igualito, le mentamos la madre al calor cada que podemos. Aunque él nos ame. Pero ya se va, no quiere pero se va, lo sé, lo sabemos, por las nubes grises que decoran el cielo desde ayer.
El verano se marcha y el otoño, el bello otoño aparece. ¿Qué tan claras son las estaciones en las otras ciudades? Aquí, se dice que sólo hay de dos sopas: inverno y verano, pero exageran, el otoño es tan bello como la primavera, aún cuando duren tan poco.
Pero nada como el amor del verano, fiel, constante, cálido.
Suscribirse a:
Comentarios de la entrada (Atom)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario