Roosevelt, con sus ideas de Estado responsable y benefactor, sorprendió al mundo en los 30’s con la novísima idea de conceder facilidades de crédito al ciudadano para la compra de vivienda. México, no sé cuándo, adoptó el proyecto. Y bendito sea el Infonavit que provee de casita a trabajadores y trabajadoras que con pareja o solteros, con hijos o sin ellos, pueden anhelar un lugar con paredes, techo, baño, ventanas, puertas y si tienen suerte hasta piso con linoleum. Todo con el poder de su firma y el sudor de su frente de los próximos 30 años.
Dichas las cosas, hénos ahí aquella tarde, Natalia y Sylvia sentadas con una señora que nos pide cartas de trabajo, copias de las papeletas rosas del seguro (no salga sin ella), y un papelito maravilloso que indica a cuánto puede ascender tu crédito de acuerdo a tu antigüedad, sueldo, ojos y medidas. Hay que firmar aquí y allá. Asegurarse de que todo esté en ese sobre que viajará unos cuantos kilómetros y subirá 3 pisos hasta las oficinas generales del Infonavit, donde una señora gordita con sus dedos rojos de comer Ruffles revisará nuestros papeles y se los pasará a un flaquito de lentes y no sé a cuántos más hasta que uno de ellos revise y diga: “Hay que otorgarles el crédito a estas dos mujeres, porque una ha trabajado desde los dieciocho, y tiene un hijo de cuatro años que un día va a querer un perro e invitar a sus amigos a dormir en una casa nueva; y porque la otra, aunque es más joven, ha vivido intensamente y necesita crearse un nuevo espacio para estar segura de que la felicidad existe a pesar de todo”.
Estamos comiéndonos las uñas un sábado antes porque al otro día sale el periodiquito ese donde dice quién tiene casa y quién no, Natalia y yo jurábamos que en caso de no salir sorteadas, visitaríamos a todas las compañías constructoras con nuestros papeles hasta que alguien nos diera casa. Nos despedimos seguras de que “si ha de ser, será”.
Y fue.
Ahí, en esa larga lista con los acreditados de las principales poblaciones de Sonora aparecíamos ella y abajito yo. Llamadas telefónicas a las siete de la mañana. Despertar a nuestros padres, despertar al hijo y decir: “¡ya tenemos casa!” En esos momentos la felicidad es tal que no te pones a pensar en cuánto te van a descontar por casi el resto de tu vida, tan contenta que no piensas que ahora hay que poner rejas, bardas, cocineta, pagar agua, luz, gas. No. No piensas en eso. Piensas en que tienes una casa en donde vas a colgar una litografía de Klimt, donde tus cosas favoritas se acomodarán en cada uno de esos nuevos rincones. Te juras que en el baño tendrás revistas y cuentos cortos para que la estancia sea placentera e interesante. Te imaginas que los domingos serán de hot-cakes a las once de la mañana mientras tú y el más pequeño que tú, el invaluable, ven caricaturas. No, no piensas en los milcien pesos que te van a descontar mes con mes hasta que tu hijo sea adulto, se vaya y decida sacar su propio crédito Infonavit. Tú, Sylvia, sólo piensas en que tienes una casa donde podrás dejar los zapatos a la entrada si así lo deseas, donde podrás desayunar con coca-cola, donde las películas de disney estarán al lado de tus libros de Pessoa. No puedes pensar en tu deuda mas que como una bella deuda al Estado que te permitirá ser una mujer contemporánea e independiente.
Ese Roosevelt sí que era listo.
14.7.03
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