La primera vez que me subí en bicicleta fue con mi hermano. Era una bici azul, él me sentaba al frente, sobre el tubo con ambas piernas por un lado. Era algo de miedo. No me sentía segura, las calles eran un mundo de carros que pitaban, que frenaban, que aceleraban. Cerraba los ojos y la sensación era muchísimo peor. Sin embargo sabía que nada me iba a pasar, mi hermano era como un cinturón de seguridad en mi vida. Para mí era un adulto, ahora que lo pienso, era tan sólo un adolescente con una hermanita de kinder sobre su bicicleta azul.
Mi hermano era mi máximo, no que los otros no lo fueran, pero había un vínculo, una línea invisible entre nosotros. Gracias a él conocí el sabor del atún, la coca-cola, las palomitas, los beatles. Él hacía mi mundo más cierto. Jugaba conmigo, me contaba historias. Pero cumplió 18 años, tomó sus maletas y se fue a estudiar su carrera en otra ciudad.
Los años siguientes, algo lo traía de regreso. Los rincones de su hogar se acomodaban en esta ciudad. Pasaba un tiempo y luego algo lo llevaba de vuelta. El iba y venía. Era igual con sus novias, iban y venían. Un largo desfile de morenas, pelirrojas, altas, chaparritas, delgadas y gorditas. Por qué se iba, por qué regresaba, no lo sabíamos con certeza.
Una vez yo me fui con él. Vivimos juntos allá, en la otra ciudad. Fue divertido al principio. Después, la ciudad absorbió nuestros buenos deseos y mis ansias de ser alguien que no era. Volví a casa. A veces, de cuando en cuando, también me atacaba la idea de que debía irme a encontrar en otro lado. Hasta que finalmente decidí que aquí estaba yo, que no iba a encontrar en otro lado lo que soy aquí. Lo que soy aquí podía serlo igual en otro lado, para qué irse. Decidí que si un día me iba, no sería para buscarme, sino para ser yo, mi misma yo, adaptada en otro lado.
Mi hermano ya no ha vuelto. Ya no busca, ya no se busca. El es allá. Yo soy acá.
24.6.03
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